Definitivamente, Evo transita el irreversible camino del ocaso político. Esa decadencia se acelera mediante los transes acerbos de los procesos penales sobre estupro y otras procacidades que le inician en Bolivia y en Argentina.

La caída de Evo Morales es ominosa. De más en más quienes antes lo exaltaban ahora lo denigran, o por lo menos lo ignoran. Evo parece desconocer ese irreversible movimiento. Actúa como si viviera los mejores momentos en que la opinión pública nacional y extranjera estaba subyugada por la ficción del indígena como “reserva moral de la humanidad”. Y es que en él se cumple cabalmente el dicho de George C. Lichtenberg: “Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”.

El trance que vive Evo desborda el drama individual al inscribirse en el trajín histórico del pueblo indio. Contrariamente a los interesados relatos posmodernos que subliman nuestra identidad, la historia de nuestros pueblos abunda tanto en la ignominia como lo heroico. Hubo tanto héroes como traidores; íntegros como colaboradores con el enemigo. El poder colonial utilizó siempre a los últimos para destruir y neutralizar a los primeros. En la historia contemporánea, Evo Morales fue el instrumento del criollo y de los tutores internacionales para echar abajo el impacto y fuerza del Mallku Felipe Quispe, verdadero artífice del resurgimiento del poder indígena contemporáneo.

En esa creación artificiosa hubo tanto cínicos como ingenuos. Entre estos últimos está el difunto dirigente minero Filemón Escobar, a quien muchos lo recuerdan como el denunciador más acerbo del ex presidente, olvidando que fue uno de sus principales mentores. Sin Filemón y otros el fenómeno Evo no hubiese existido. Igualmente, sin la inspiración, asesoramiento y dinero de ONGs y organismos internacionales.

Luego, lo que está cayendo no es solo el líder instrumentalizado, sino también las ideas, conceptos e inspiraciones que lo encumbraron.

Estamos viviendo, quizás, las últimas exhalaciones de un orden colonial. Este orden –más bien, desorden– es posible por la compartimentación de los elementos que lo componen. Cuando la parte dominada es excluida de la administración de lo común se asegura el poder del inicuo. Las “autonomías indígenas” no son inspiración nueva, ya existía durante el periodo colonial español en las Américas. Los curacas se ocupaban de administrar la banalidad del cotidiano de sus subordinados y, de esa manera, asegurar la fidelidad del subordinado y su colaboración en la administración por el otro del conjunto y la expoliación de sus riquezas. Curiosamente, esas son las características de las “autonomías indígenas”, “justicia comunitaria” y otras lindezas proclamadas por Evo Morales como si fuese la tan necesaria y esperada descolonización.

La descolonización implica el conocimiento y dominio de los valores y recursos compartidos. Nunca hubo descolonización como “retorno al pasado”. Tanto Felipe Quispe como Evo Morales fueron, quizás, las postrimerías –la una heroica y atrevida, la otra pusilánime y arredrada– de un desbarajuste a ser superado. Evo Morales se desploma al ser la cereza de una torta que en su insustancialidad se desmorona. Es hora de recoger las intuiciones formuladas antes por tantos luchadores indígenas. Asumir, por ejemplo, percepciones del Willka Zárate y de Fausto Reinaga en su periodo indianista de empoderar al indio como parte del proceso de regeneración de Bolivia.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Encontrados con Gonzalo Rivera