Por: José Luis Bedregal Vargas

El fenómeno del narcotráfico en Sudamérica ha dejado de ser un problema aislado, para convertirse en una amenaza estructural que atraviesa nuestras sociedades, impacta la economía de los países y descompone los cimientos institucionales de los Estados. Hoy, hablar de narcotráfico, no es referirse únicamente a la producción y comercialización de cocaína, marihuana o nuevas drogas sintéticas, es hablar de violencia, corrupción, inseguridad ciudadana y pérdida de confianza en la democracia.

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Sudamérica se ha consolidado como un sitio clave en la producción de cocaína. Colombia, Perú y Bolivia continúan siendo los mayores productores de hoja de coca y de sus derivados, mientras que países como Ecuador, Brasil, Paraguay, Chile y Argentina se han convertido en espacios de tránsito, distribución y consumo. Las organizaciones criminales han desarrollado redes trasnacionales que no solo se ocupan del tráfico de drogas, sino también de la trata de personas, “sicariato”, minería ilegal, contrabando y lavado de activos.

El impacto en la seguridad ciudadana es devastador. Ecuador y Venezuela, atraviesan una crisis marcada por el poder de los cárteles y las bandas locales. Colombia aún sufre la violencia armada asociada al narcotráfico. Brasil enfrenta la expansión de asociaciones criminales que controlan territorios urbanos y fronterizos. Bolivia, aunque menos expuesta en comparación, vive la creciente penetración de clanes familiares y grupos criminales que utilizan nuestro territorio como ruta estratégica hacia mercados internacionales.

El narcotráfico genera miles de millones de dólares al año, superando en algunos casos el presupuesto nacional de los países más afectados. Ese flujo de dinero ilícito distorsiona las economías locales, fomenta el lavado a través de actividades aparentemente legales y crea élites económicas paralelas, que socavan la competitividad de los sectores productivos formales.

Además, la dependencia de comunidades enteras respecto a la economía de la coca y su transformación, coloca a los Estados frente a dilemas políticos y sociales muy complejos: ¿Cómo sustituir un ingreso ilegal pero seguro, por alternativas lícitas que compitan en rentabilidad? La ausencia de políticas sostenidas de desarrollo alternativo agrava el problema y convierte a estas poblaciones en aliadas de las redes del narcotráfico.

Uno de los aspectos más peligrosos, es la penetración del narcotráfico en las instituciones públicas (policías, jueces, fiscales, militares y políticos), mediante sobornos, amenazas o participación directa en el negocio -en Bolivia, abundan los ejemplos-. Esto debilita la gobernabilidad, erosiona la legitimidad de la democracia y genera una sensación de impunidad y sobre todo inseguridad, que alimenta la desconfianza ciudadana.

En varios países sudamericanos, ya se habla de “narcoestados” o de “narcopolítica”, como fenómenos consolidados. El financiamiento de campañas electorales con dinero ilícito, la protección policial o judicial a capos y el encubrimiento de operaciones criminales, son síntomas claros de cómo el narcotráfico ha logrado corroer las estructuras institucionales.

Bolivia no puede enfrentar sola esta realidad, pues la magnitud del problema requiere acciones conjuntas, integrales y sostenidas en el tiempo, entre ellas, las siguientes:

Cooperación multinacional efectiva, fortaleciendo mecanismos regionales para el intercambio de inteligencia, el control fronterizo integrado y la coordinación de operaciones contra el crimen organizado; alianzas internacionales que permitan trabajar estrechamente con organismos especializados de Europa, Estados Unidos y Naciones Unidas, no desde la lógica de la subordinación, sino de la corresponsabilidad global frente al narcotráfico; reformas institucionales que garanticen la independencia del poder judicial, profesionalizar a la policía y establecer mecanismos de control interno y externo contra la corrupción; desarrollo alternativo real con políticas productivas sostenibles que posibiliten a los productores de hoja de coca y a las comunidades rurales, acceder a ingresos legítimos y competitivos; construir una cultura ciudadana de prevención y rechazo al narcotráfico, con programas en colegios, universidades y medios de comunicación, que fortalezcan los valores de legalidad y convivencia.

El narcotráfico es un enemigo muy poderoso que no se enfrenta solo con armas ni con discursos. Se requiere visión estratégica, políticas públicas coherentes y alianzas nacionales e internacionales sólidas. Si Bolivia no asume este reto con firmeza y sin cálculos políticos coyunturales, corremos el riesgo de repetir la historia de otros países de la región que hoy lamentan la pérdida de control sobre sus territorios, sus instituciones y la seguridad de sus ciudadanos.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Encontrados con Gonzalo Rivera