Por: Gonzalo Colque

En Bolivia, los nexos entre corrupción y economía son tan numerosos que pasan hasta desapercibidos por su normalización: coimas, sobornos, clientelismo, malversación, licitaciones amañadas, entre otros. Cada día se mueven millones de dólares en efectivo y en forma de favores convertibles en dinero. No se comercializan bienes ni servicios comunes, sino se trafican privilegios, ventajas e influencias.

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Por todo esto, cabe preguntarnos, ¿qué papel juega la corrupción en la crisis económica actual? ¿Es una causa de fondo? ¿Hacen falta políticas económicas con un enfoque claro y explícito de lucha anticorrupción?

Comencemos refrescando la memoria. Corrupción significa abuso de poder público. Esto implica que los corruptos están envestidos de autoridad. En nuestro país, los grandes protagonistas son el poder político y el poder judicial. Aunque la falta de independencia entre estos órganos públicos no es nada nuevo, hoy están enlazados y coludidos más que nunca.

Desde la teoría económica, se reconoce que la corrupción genera ineficiencia, desincentiva la inversión y debilita las instituciones. Afecta negativamente al desarrollo y crecimiento económico. No siempre es la causa principal de la crisis. De hecho, lo que está pasando en el país es una consecuencia directa de ineficiencias en la gestión de los hidrocarburos. No es atribuible del todo a la corrupción, pero tampoco es un factor secundario. Las decisiones más costosas para la economía nacional no respondieron a una lógica económica, sino a cálculos políticos disfrazados de políticas económicas. El haber insistido en gastar a manos llenas los dólares en “elefantes blancos” e importación de combustibles no fue una decisión de naturaleza económica, sino una motivada por los negociados, sobreprecios y alianzas políticas. Los precios fijos y el tipo de cambio congelado también fueron medidas clientelares y prebendales al calor de cálculos políticos y electorales. El resultado: corrupción hasta en la sopa.

La justicia encauzó cientos de casos por delitos de corrupción, pero los logros son decepcionantes. En 2024, el Viceministerio de Transparencia reportó 958 casos penales, pero solo 67 terminaron en sentencias. Apenas siete culpables por cada 100 delitos de corrupción. Pero hay algo peor: las sentencias emblemáticas no tocan a las autoridades actuales, sino apuntan a los gobiernos anteriores. Es decir, la justicia no lucha contra la corrupción, sino que está instrumentalizada para perseguir penalmente a los enemigos políticos del gobierno de turno.

En materia de narcotráfico, el panorama es desolador. De las 3.356 personas aprehendidas por delitos de la Ley 1008 durante la gestión pasada, solo una fracción mínima acabó en los tribunales de justicia. La Fiscalía de La Paz informó que se lograron 105 sentencias condenatorias, mientras que la de Beni reportó 60 condenas. Para otros departamentos, los datos son escasos y dispersos, pero la tendencia estadística sugiere que solo el 10% de los aprehendidos son enjuiciados.

La mayoría de los castigados no son peces gordos ni cabecillas de los carteles, sino jóvenes de barrios populares y estudiantes sorprendidos con unos cuantos gramos de marihuana. Purgan condenas de diez años o más, mientras que los verdaderos operadores siguen impunes, protegidos por el poder político, judicial y económico. Estas personas caídas en desgracia, además de estar estigmatizadas por la sociedad, ni siquiera son tomadas en cuenta para los indultos humanitarios. Son los chivos expiatorios perfectos usados para simular justicia y para encubrir el crimen organizado.

Estas injusticias nos obligan a una reflexión urgente: endurecer penas no es, por sí solo, una estrategia eficaz de lucha anticorrupción. De hecho, en un sistema judicial tan viciado, más años de cárcel podrían agudizar la persecución política y llenar las cárceles de inocentes. Lo que se necesita no es mano dura, sino justicia real: imparcial, restaurativa y despolitizada.

Hecha estas consideraciones, retomemos las preguntas de partida. La corrupción no explica por completo la crisis económica, pero si la agrava y la reproduce. Consolida el poder de quienes toman decisiones sin rendir cuentas, fortalece las redes de impunidad y socava cualquier intento de reforma. Por eso, es imprescindible que las políticas económicas tengan un enfoque anticorrupción. Pero no cualquier enfoque. Debe ser uno que ataque las raíces del problema, esto es, la concentración del poder y la utilización de la justicia como arma política y como escudo de protección del narcotráfico.

Combatir la corrupción es una necesidad económica. Si queremos salir de la crisis sin reproducir sus causas, tendremos que empezar por reparar los derechos de las personas injustamente encarceladas, reconstruir la justicia y rescatar la política del lodo en que se hunde.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Encontrados con Gonzalo Rivera