Por: Jaime Aparicio Otero

La grotesca imagen del dictador Nicolás Maduro, del rígido burócrata cubano Miguel Díaz-Canel, del delirante Daniel Ortega o de los irrelevantes presidentes de Honduras y Bolivia no son meros accidentes históricos. Son los rostros visibles de un fenómeno profundamente corrosivo: las recetas ideológicas de las camarillas populistas de América Latina, que han resultado no sólo en la supresión de libertades fundamentales y el desmantelamiento de las instituciones democráticas, sino también en la devastación económica.

Estos líderes no sólo han perpetuado el autoritarismo bajo el disfraz de discursos redentores, sino que han arrastrado a sus países a niveles de degradación que eclipsan cualquier promesa de justicia social con la que alguna vez sedujeron a las masas. Las secuelas de sus gobiernos no se limitan a crisis económicas sin precedentes; su legado es, ante todo, la miseria ética que han instaurado como norma, abriendo las estructuras de dichos Estados a la corrupción y al crimen organizado.

En este contexto de colapso económico y fragmentación política y social, cabe reconocer la importancia de elegir élites meritocráticas educadas, comprometidas con principios democráticos y valores éticos. La regeneración de las sociedades asfixiadas por décadas de populismo autoritario no es sólo una cuestión de voluntad popular, sino de liderazgo ilustrado. Como apuntó Alexis de Tocqueville (La democracia en América) “la fortaleza de una democracia depende tanto de la solidez de sus instituciones como de la virtud y el juicio de quienes las administran.” La lección no puede ser más clara: para escapar del abismo populista, América Latina debe apostar por líderes que encarnen una visión de futuro basada en el conocimiento, la integridad y el respeto de los valores republicanos.

De manera paralela, una ciudadanía educada constituye la piedra angular de cualquier democracia funcional. Thomas Jefferson, uno de los arquitectos de la democracia estadounidense, enfatizó que “una población bien informada es el mejor resguardo contra la tiranía”. La educación no solo empodera al ciudadano para ejercer su derecho al voto con consciencia, sino también para exigir transparencia y participar activamente en la vida pública.

Solo con ciudadanos educados América Latina podrá enfrentar la amenaza recurrente del populismo autoritario latinoamericano, que no es otra cosa que una mutación del fascismo de Mussolini en Italia del siglo XX, importado en la Argentina por Juan Domingo Perón, y que luego se adaptó a las complejidades del siglo XXI. Federico Finchelstein (Del Fascismo al Populismo en la Historia) advierte que este nuevo populismo adopta la apariencia de la democracia solo para despojarla de su esencia. Simulando legitimidad mediante elecciones manipuladas y un discurso polarizador que exalta al “pueblo” mientras demoniza a los disidentes, estos regímenes socavan las instituciones democráticas desde dentro.

El desarrollo de este fenómeno ha dado lugar a lo que puede describirse como un populismo del hampa. En países como Venezuela, Nicaragua y Bolivia, los líderes han tejido alianzas con el crimen organizado y el narcotráfico, utilizándolos como herramientas de control social, judicial y político. Este modelo, que combina autoritarismo, clientelismo y corrupción sistémica, representa una amenaza sin precedentes para la democracia liberal.

No obstante, la responsabilidad de esta crisis no recae exclusivamente en los líderes autoritarios. El colapso de las élites ilustradas también es culpable. Paul Valéry, en su ensayo “La crisis del espíritu”, nos recuerda que ninguna civilización es inmune al colapso: “El abismo de la historia es suficientemente grande para todos”. En América Latina, las élites que deberían ser guardianas de la democracia han sucumbido al sensacionalismo y al vacío intelectual, abriendo el camino a liderazgos populistas que explotan el miedo y la ignorancia.

Hacia una transformación profunda

La historia demuestra que las sociedades pueden reinventarse, pero esta transformación requiere decisiones valientes y reformas profundas. Rescatar nuestras democracias del hechizo populista implica reconstruir tanto las élites como las instituciones. Este esfuerzo no debe ser visto como una utopía, sino como una obligación moral y política.

Primero, las élites políticas y económicas deben asumir su responsabilidad histórica como guardianes de la democracia. Esto significa actuar con integridad, fomentar el diálogo y rechazar el oportunismo que alimenta las divisiones sociales.

Segundo, se necesita una reforma educativa que priorice el pensamiento crítico, el conocimiento tecnológico, los valores democráticos y la participación ciudadana. La educación no es solo una herramienta para la movilidad social, sino el cimiento de una ciudadanía informada y activa. Inversiones sólidas en sistemas educativos inclusivos y de alta calidad, son esenciales. Lo propio ocurre en el ámbito de la salud pública y la seguridad social.

Tercero, es imperativo fortalecer las instituciones democráticas mediante un compromiso inquebrantable con el estado de derecho y la independencia judicial. Los sistemas de controles y contrapesos deben ser reforzados para prevenir la concentración de poder. Esto incluye implementar mecanismos de rendición de cuentas que garanticen la transparencia y sancionen la corrupción.

Por último, la lucha por restaurar la democracia no es exclusiva de grupos o gobiernos. Cada ciudadano tiene un papel crucial que desempeñar. Dejar atrás la apatía y perder el miedo es el primer paso para construir un futuro donde los ideales democráticos prosperen. La participación en la vida pública, la defensa de los derechos humanos y la exigencia de transparencia son deberes ineludibles. La decisión está en manos de los ciudadanos que deciden estar a la altura del momento histórico que enfrentan.

Jaime Aparicio Otero es diplomático.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Encontrados con Gonzalo Rivera