Por: Antonio Saravia
El desarrollo económico, pensado como el sostenido incremento de los estándares de vida de la población, es una loable y valiosa intención. Pero claro, el camino al infierno está lleno de buenas intenciones. Hacer del desarrollo económico el objetivo final de una sociedad supone graves riesgos porque puede llevarnos a justificar medios perversos si estos nos mueven en esa dirección.
Si sostenemos que el desarrollo económico es el objetivo final de una sociedad y consideramos, por ejemplo, que la generación de empleo es un elemento fundamental de dicho desarrollo, podríamos estar tentados a justificar que los gobiernos gasten más de lo que recaudan en impuestos si así logran que más gente sea contratada. Si el desarrollo económico es el objetivo final podríamos tolerar déficits fiscales y deuda que deberán ser pagados después por futuras generaciones. Ese es el gran riesgo del paradigma desarrollista. Si hacemos del desarrollo económico el objetivo final, terminaremos justificando políticas que inevitablemente coaccionarán a unos en beneficio de otros.
Tomen el caso de la educación. En cualquier publicación de las Naciones Unidas, y en muchas Constituciones, la educación es considerada un “derecho humano” y un elemento crucial del desarrollo económico. Pero dado que la educación es un bien económico (no es gratis), considerarla un derecho justificaría que tomemos plata de algún sector de la sociedad, a través de impuestos, para financiarla. Otra vez, aunque la intención es loable, perseguirla implica coaccionar a unos en beneficio de otros. Lo mismo con salud, vivienda, alimentación, etc.
Hacer del desarrollo económico el objetivo final de la sociedad implica, por tanto, aceptar o tolerar la coerción individual como un precio a pagar por acercarnos a él. En eso consiste el famoso argumento desarrollista del “bien común.” De acuerdo a este argumento existen bienes que son valorados por todos y que, por tanto, justifican la restricción de libertades para conseguirlos. La falacia, sin embargo, es que el bien común no existe, es un unicornio. Partamos entendiendo que un bien económico es siempre un par: el bien y su precio. Si usted está dispuesto a pagar $us 10.000 por un auto cero kilómetros, pero alguien le obliga a pagar $us 15.000 por el mismo, el bien en cuestión ya no será un bien, sino que se transformará en un mal, en una pesadilla. ¿Qué pasa, entonces, si consideramos que la seguridad en las calles es un bien común porque todos la necesitamos y cobramos un impuesto x para garantizarla? Si usted tiene una valoración de la seguridad en las calles menor a x porque es campeón de karate o porque nunca sale de noche o por cualquier otra razón, pues entonces la producción de ese bien común a través de ese impuesto lo estará coaccionando. El argumento del bien común hará que inevitablemente coaccionemos a todos aquellos cuya valoración de la seguridad sea menor a x, y subsidiemos a todos aquellos que la valoren por encima de ese nivel. Lo mismo con salud, vivienda, agua potable, etc. Dado que nuestras preferencias son estrictamente individuales, no existe un bien que todos valoremos de la misma manera. El argumento del bien común solo justifica, entonces, coerción individual e ineficiencia.
Pero si el desarrollo económico no es el objetivo de una sociedad, entonces, ¿cuál es? La libertad.
Definamos libertad como la ausencia de coerción. Sin libertad no podemos disfrutar nuestra propiedad privada ni perseguir nuestro propio proyecto de vida. Sin libertad es imposible florecer como seres humanos dignos y perseguir nuestra felicidad. La libertad es, por lo tanto, el mayor objetivo moral.
Pero la libertad es, además, como descubrimos a mediados del siglo XIX, un importante impulsor del desarrollo económico a gran escala. Así es, allá donde los individuos son libres de tomar sus propias decisiones sin controles, sin regulaciones, sin impuestos excesivos que financien “bienes comunes,” las sociedades tienden a crecer económicamente y a incrementar los estándares de vida de su gente. Basta observar la evidencia empírica para constatar que los países con mayor libertad han sacado a más gente de la pobreza, han mejorado los estándares educativos y de salud, han incrementado la expectativa de vida, etc. Una revisada a los índices de libertad económica (Freedom House o Heritage Foundation) es un buen punto de partida para comprobarlo.
La libertad genera desarrollo económico porque genera incentivos productivos. La gente libre se levanta en la mañana y busca como satisfacer sus necesidades porque sabe que ese esfuerzo le generará frutos que nadie le podrá quitar. Esto lo motivará a resolver problemas y asociarse con otros para conseguir sus fines. Este proceso hará crecer economías y producirá desarrollo económico. Que quede claro, entonces, el desarrollo económico es un subproducto de la libertad. El objetivo es esta y no aquel. Cuando invertimos ese orden y coartamos la libertad para generar desarrollo económico, no solo que terminamos coaccionando al individuo y quitándole su dignidad, sino que reducimos las posibilidades reales de que esa sociedad se desarrolle.
Antonio Saravia es PhD en economía (Twitter: @tufisaravia).
Comentarios Recientes