Por: Gonzalo Chávez

Terminó la campaña. Los jingles se apagaron, los globos cayeron y las selfies con el candidato pasaron al archivo nacional del olvido digital. Con civismo, paciencia y una admirable tolerancia a la incertidumbre, los bolivianos volvieron a demostrar que cuando se trata de votar somos un país serio y con enorme espíritu democrático. El sistema electoral funcionó, el poder se reconfiguró y la canallocracia que gobernó durante 20 años, esa cofradía de burócratas con síndrome de funcionario eterno y uñas largas, empieza su lento descenso al pie de página de la historia, al olvido forzado.

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Mientras tanto, el nuevo gobierno anuncia que “las medidas económicas están listas” y el equipo formado. Traducido del tecnocrático al castellano: ahora viene lo difícil. Es el momento de hacer política económica o, mejor dicho, de inaugurar el tiempo de la economía política, ese arte milenario de combinar técnica y poder sin que estalle el laboratorio. No se trata solo de números, sino de la alquimia que logra que una decisión económica se vuelva políticamente viable y socialmente digerible.

En Bolivia, la economía política se juega en dos canchas: en la Asamblea y en la calle. En la primera se aprueban leyes, se negocian presupuestos y se intercambian votos por promesas, cafés o cargos. Es la gobernabilidad sistémica. En la segunda se aprueban o se bloquean políticas con petardos, pancartas y piquetes. Es la gobernabilidad de las calles.

Mientras otros países hacen simulaciones de política pública, nosotros hacemos simulacros de bloqueo. La temporada de amenazas comienza: la Central Obrera Boliviana no permitirá el incremento de los combustibles o los sindicatos de maestros se opondrán a la descentralización de la educación punto, así la calle comienza a ser política.

Por ahora, los primeros gestos de sensatez vinieron desde la oposición. El expresidente Quiroga anunció que apoyará la organización de la Asamblea y los nombramientos clave, como los presidentes del Senado y Diputados. Un gesto que, aunque suene burocrático, es políticamente valioso: evita que la nueva gestión comience con el clásico caos institucional. Lo que en la jerga de la historia se conoce como empantanamiento parlamentario.

Sin embargo, lo que se viene es más complicado. Algunas medidas económicas podrán aprobarse con mayoría simple; otras requerirán dos tercios, y todas necesitarán paciencia, cintura política y nervios de acero.

Fuera del Asamblea, la cosa es aún más interesante y compleja. La sociedad civil boliviana no es un conjunto de ONG bien comportada. Es una red viva de sindicatos, gremios, cooperativas, comités cívicos, federaciones y movimientos sociales que funcionan como un parlamento paralelo. La “gobernabilidad de la calle” es una realidad. Aquí, el poder no solo se ejerce desde los palacios, sino también desde las rotondas y las carreteras.

Durante años, el rentismo populista que nos desgobernó alimentó a este ecosistema. Subsidios, bonos, rentas, empleos públicos y contratos fueron los nutrientes que mantuvieron la paz social. El resultado: una sociedad con una gran capacidad de veto y una creatividad infinita para interrumpir el tránsito nacional y la vida de la gente y la producción.

Pero este nuevo tiempo de economía política no navega en aguas tranquilas. Sobre el flamante gobierno penden varias espadas de Damocles, cada una más afilada que la otra. La más próxima es las elecciones municipales y de gobernación, previstas para abril, que redibujarán el mapa del poder.

Aunque el Movimiento al Socialismo ha perdido el timón del Estado central, aún controla buena parte de las regiones y sindicatos. Fragmentado, sí, pero no acabado, el viejo partido buscará refugiarse en las regiones y reinventarse como oposición territorial.

Y desde su republiqueta chapareña, el expresidente Morales afila su propio regreso. Pulido por el tiempo y alimentado por una feroz nostalgia del poder, se ha propuesto demostrar que el retorno también puede ser una estrategia económica. Si el nuevo gobierno ajusta precios, Evo protestará; si no los ajusta, también. Su objetivo no es la estabilidad, sino la narrativa: mantener viva la idea del “yo volveré”, ese clásico boliviano que nunca pasa de moda.

En este contexto, gobernar será un ejercicio de equilibrio. Cada medida económica deberá ser explicada, discutida y, sobre todo, negociada. El nuevo gobierno tendrá que aprender que en Bolivia la política económica no se impone, se conversa, y si no se conversa, se bloquea. El arte consiste en lograr que todos queden un poco descontentos, pero nadie lo suficiente como para sacar los tractores a la carretera.

Así comienza el verdadero desafío: estabilizar la economía, recuperar el crecimiento y reconstruir la confianza son construcciones colectivas. No será un proceso técnico, sino profundamente humano, basado en la inteligencia colectiva. Gobernar en Bolivia exige combinar la teoría económica con el instinto, la estadística con la empatía, y el plan fiscal con un buen sentido del humor, cuando se pueda.

En resumen, empieza una era fascinante: la del pacto, la deliberación y el arte del equilibrio. La economía política vuelve a recordarnos que gobernar no es solo administrar cifras, sino también emociones, intereses y sueños.

Gonzalo Chávez Álvarez es economista y analista.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Encontrados con Gonzalo Rivera