Un embarazo conlleva muchas faenas: cambia la rutina y la dieta de la futura madre, obliga a peregrinar adonde el ginecólogo, hay que tomarse ecografías periódicas, se planifica la logística para recibir al futuro bebé, entre otras tareas.

Incluso antes de conocer el sexo del bebé, hay que pensar en qué nombre le pondremos. Por mi experiencia, los padres tienen básicamente la alternativa de recurrir a la tradición familiar o de buscar un nombre siguiendo la moda, incluso recurriendo a listados disponibles en internet. En mi caso, antes de ser concebido ya tenía asignado el nombre de mi abuelo paterno, el mismo que él recibió a su vez de su abuelo, y así sucedió con mi primera nieta, Francesca.

De hecho, hasta hace poco, era la familia, el clan, quien decidía el nombre del niño o niña que iba a nacer, incluso acudiendo al Santo del día, por raro que fuera. Pero ahora el nombre lo ponen los padres, como debe ser, mediante una negociación no siempre sencilla.

Hay nombres que permiten adivinar la edad de una persona; hay otros que reflejan la admiración por personajes públicos. ¿Cuántos treintañeros habrá que se llaman Juan Manuel, en homenaje al gran Serrat? Asimismo, puedo apostar que este año nacerán en EEUU muchos Donald y Elon, pocos Joseph y raras Kamala. En Italia la generación de los Benito se va extinguiendo con la edad y en Bolivia la de los Víctor por anacrónica y la de los Evo por vergüenza. En España el Generalísimo impuso que el primer nombre de una bautizada debía ser María: María Soledad, María del Pilar, María del Rosario, etc. De ese modo, María se volvió sinónimo de “doña”.

La negociación que insinué obliga a veces a poner nombres dobles o triples, como en las telenovelas; es una costumbre no recomendable porque suele crear problemas legales y de identidad. Ni qué decir de nombres infumables, como Caín (por no haber leído atentamente la Biblia) o Hitler y Stalin (por no haber estudiado la historia), o rarezas como Blancanieves y Guapo o los extranjerismos que violentan la ortografía, como Jhony y Theilor.

Hace un par de años, el Tribunal Supremo Electoral presentó un acertado proyecto de ley (Ley de Identidad Cultural y del Nombre) que permitía cambiarse de nombre con un sencillo trámite, sin que hubiera recibido atención de los asambleístas, ocupados en mentarse la madre.

En la antigüedad poner el nombre era un privilegio del “pater familiae”, una manifestación más del patriarcado. En la Biblia hay ejemplos de eso, como en el caso de Juan Bautista, cuyo nombre fue impuesto, contra el criterio del clan, por su padre Zacarías al recobrar el habla (Lc 1,59-64).

Por eso resulta sorprendente que, en el relato de la Anunciación, el ángel le diga a María: “Vas a dar a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús” (Lc 1,31)”. ¡María, no José! Me gusta leer en esas palabras otro ejemplo de la atención, a veces explicita, otras veces velada, de San Lucas a la dignidad de la mujer y al rol femenino en la sociedad, cuando relata dichos y hechos de Jesús.

En la Biblia poner el nombre tiene un significado profundo, el de definir una vocación y una misión. Jesús cambia el nombre a tres de sus discípulos: a Simón por Pedro, a María por Magdalena (“la mujer fuerte”) y a Saúl por Pablo, con el fin de asignarles una misión.

Como esos discípulos, también tú, querido lector, y yo tenemos dos nombres: el visible, recibido de nuestros padres en el registro civil o en el bautizo, y el velado que, desde siempre y para siempre, nos ha reservado Dios. Ese nombre no es otra cosa que nuestra identidad y misión en el mundo, un nombre que somos llamados a desvelar en nuestra vida, incluso “a golpes”, para nuestra realización plena.

¡Feliz Navidad!

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Encontrados con Gonzalo Rivera