Por: Diego Ayo Saucedo
¿Sirve tener una licenciatura en la política actual o, digamos mejor, en la política que se avecina de agosto de 2025 en adelante? Hacer esta pregunta no es casual. Los discursos políticos del presente, ya motivados por la nueva elección presidencial de agosto de 2025, revalorizan el mérito. Parece que estamos a puertas de iniciar o reiniciar un nuevo periodo de vigencia de la meritocracia. Ya veíamos que en los noventa el porcentaje de senadores y diputados con formación educativa rondaba el 80 por ciento. Desde enero de 2006 bajó a porcentajes menores al 50 por ciento. El MAS logró, por ende, transitar de un modelo político que privilegiaba el capital académico durante el neoliberalismo a un modelo que privilegiaba el capital social. Al menos eso se afanaron por remarcar. Por tanto, la meritocracia desapareció o pareció desaparecer. ¿Si? Lo dudo y ese es el meollo de esta reflexión.
¿Realmente desapareció la necesidad de contar con profesionales sustituidos por campesinos, obreros, artesanos? No. La meritocracia siguió funcionando, sólo que adherida a los mandatos del MAS. Muchos analistas, pensadores, comentaristas se emocionaron al mirar al congreso –la asamblea legislativa- repleta de ponchos y abarcas, sin embargo, es necesario contradecir esa emoción. Lo hago recurriendo al excelente estudio de Alain Denault, Mediocracia. Cuando los mediocres llegan al poder (Tauris, 2019). ¿Qué cabe aportar de inicio? Lo que todos vemos día a día: el círculo íntimo de Arce está compuesto de profesionales, igual que el círculo que rodeaba a Morales, con excepción, claro está, del bachiller Linera. Los presidentes de las cámaras del congreso, los viceministros, los alcaldes urbanos e incluso los cientos de nuevos empleados gubernamentales, por dar algunos ejemplos, tienen profesión y, de acuerdo a la mínima noción de meritocracia –aquellos que detentan un título profesional-, clasifican sobradamente a esa categoría. Vale decir, los que toman las decisiones más relevantes del día a día, no son los campesinos, obreros o artesanos. No, los que toman las decisiones más relevantes son los profesionales del MAS: al aprobar un presupuesto, al explicar las propuestas de ley, al participar en eventos de la OEA, etc.
Por tanto, la conclusión imprescindible de este arranque analítico se aleja del brío revolucionario que quisieron vender y que muchos analistas apresurados se compraron: “hemos pasado del capital meritocrático al capital social”. No es cierto: hemos pasado de una meritocracia que dialogaba con los gobernantes a una meritocracia subordinada al partido. O sea, hemos transcurrido de una “meritocracia meritocrática” a una “meritocracia mediocre”. He ahí el asunto a resolverse. Siempre que hablamos de meritocracia lo hacemos con una pureza conceptual plena, creyendo absurda e ingenuamente, que todos los profesionales son meritocráticos por el solo hecho de ser profesionales. ¡No es así! Denault muestra con claridad que los mejores profesionales no quieren, más que excepcionalmente, revolcarse con la política. Prefieren mantenerse lejos, mientras los mediocres que sacaron su título en diez años, salieron a beber con los decanos y vicedecanos, cursaron talleres en línea, se alinearon desde un inicio al MAS. Esa es la meritocracia mediocre que viene gobernándonos alardeando de haber posibilitado el paso del “pueblo” a la política.
Además, no es la meritocracia que maneja al partido, es el partido que maneja la meritocracia. Esta meritocracia mediocre obedece al partido. Eso cierra la certeza numérica del presente: «hoy tenemos más universitarios que nunca». Y es verdad, hay 600 mil universitarios frente a los 200 mil de comienzos del milenio. Empero, adquieren formación educativa, al menos bajo el molde actual, como aliciente político de sobresalir entre los militantes. Adquieres título universitario no para generar ideas, ciencia, progreso. No, te titulas para tener una mejor pega. Marcas un hito que te hace sobresalir del “montón social”, sintetizado mentirosamente como “pueblo”, consiguiendo un lugar en el espacio burocrático con mayor facilidad. La jerarquía partidaria retomó el “racismo meritocrático” neoliberal: “los que estudian, arriba, los que no, abajo”. Sólo que lo hacen desplegando a estos meritocráticos mediocres que logran, para su interés, no estar tan abajo ni ser del común, ni estar tan arriba y ser geniales. Están al centro. Y eso sí se puede calificar como “mediocracia” o el gobierno de los mediocres como los detentores privilegiados del modelo.
Los nuevos candidatos deben salir de este estado de postración dual donde ni gobiernan los humildes, ni gobiernan los mejores. Gobiernan los masistas: una camarilla mediocre que viene lucrando del Estado, no para el bien común sino para su propio y revolucionario bien.
Diego Ayo es politólogo y analista
El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Encontrados con Gonzalo Rivera
Comentarios Recientes