Por: José Luis Bedregal V.

Las recientes declaraciones del presidente. Rómer Saucedo, en representación del Tribunal Supremo de Justicia, han generado expectativas que trascienden la formalidad de un discurso institucional. No se trata solo de una exhortación a los jueces y magistrados, sino de un llamado que, de asumirse, puede marcar un punto de inflexión en la crisis estructural de la justicia boliviana.

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El mensaje, cobra relevancia inmediata en un escenario donde la justicia se ha visto instrumentalizada para la persecución política. Casos como los de la expresidenta Jeanine Áñez, el gobernador Luis Fernando Camacho, el exalcalde Luis Revilla, el cívico Marco Pumari, la excanciller Karen Longaric, entre muchos otros, han puesto en evidencia algo que ya todos sabíamos, que los tribunales no han actuado bajo la premisa de la independencia judicial, sino bajo presiones y sesgos políticos. Estas distorsiones no solo han dañado vidas y trayectorias personales, sino que han debilitado la credibilidad de las instituciones y han polarizado aún más al país.

El Dr. Saucedo, al hablar en nombre de todo el Tribunal Supremo de Justicia, reconoce implícitamente que el sistema se encuentra al borde del colapso ético y funcional. Y es precisamente en este punto donde su mensaje puede interpretarse como una voluntad necesaria para rectificar el rumbo de este Órgano del Estado. Si este llamado se convierte en acción, las consecuencias inmediatas podrían traducirse en procesos judiciales menos arbitrarios, en el freno a la utilización del aparato judicial como herramienta de revancha política y en el inicio de una recuperación de la confianza ciudadana en la justicia.

Pero el alcance del pronunciamiento va más allá de los casos emblemáticos de persecución política. Toca todos los males crónicos de nuestro sistema judicial. La retardación de justicia, que condena a miles de ciudadanos a trámites interminables, no solo alimenta la desconfianza, sino también la corrupción. La detención preventiva, que se ha convertido en regla y no en excepción, mantiene a más del 53% de la población carcelaria privada de libertad sin sentencia. Este dato es una vergüenza para un Estado que se proclama democrático y garantista.

Asimismo, Saucedo parece (o al menos es mi deseo), haber abierto una ventana para atacar las raíces de la corrupción judicial. La compra de fallos, la manipulación de plazos y la selectividad en la aplicación de la ley, que hoy son prácticas que han erosionado la justicia hasta volverla un instrumento funcional al poder político y económico, en lugar de un pilar de equilibrio y seguridad jurídica.

El desafío ahora, es pasar del discurso a la acción. Los jueces y magistrados tienen en sus manos la oportunidad histórica de demostrar que no son simples operadores subordinados, sino garantes de los derechos y libertades de los bolivianos. El país necesita que este mensaje se traduzca en medidas concretas: limitar el abuso de la detención preventiva, agilizar los procesos con transparencia, sancionar a los corruptos dentro del sistema y, sobre todo, garantizar independencia frente a cualquier injerencia política.

Bolivia no soporta más la falta de justicia. La credibilidad del Estado de Derecho depende de que este llamado no quede en una declaración, sino que sea la chispa que encienda una verdadera reforma judicial desde adentro. Porque, al final, lo que está en juego no son solo nombres de líderes perseguidos o cifras de presos preventivos, sino la esencia misma de nuestra democracia y la posibilidad de construir un país donde la justicia deje de ser un privilegio y vuelva a ser un derecho de todos.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Encontrados con Gonzalo Rivera