Por: Andrés Gómez Vela
ú y yo sabemos que el populismo le hace un daño enorme al país donde llega al poder. El populista es para la democracia lo que el cáncer es para el cuerpo. No sé si tus amigos o los míos lo tengan tan claro. Pero tú y yo sí lo sabemos.
Sabemos también que el populista aparece siempre en momentos de crisis, regalando promesas imposibles, disparando odio contra los supuestos culpables y respaldado por un grupo de intelectuales justificadores. Sabemos, además, que solo se van de una manera: arruinando el presente y el futuro de una sociedad.
Si tus amigos dudan, basta mirar las evidencias de casi veinte años de populismo. ¿En qué estado queda Bolivia? En ruinas.
¿Cómo reconocer a un populista?
Por sus huellas de comportamiento. Para demostrarlo, conviene recordar lo que señaló en 1978 el profesor germano-español Juan Linz en su libro “La quiebra de las democracias”. Allí describe al político autoritario desleal con la democracia que juega a las reglas democráticas hasta tomar el poder, para luego destruirla.
Entra denunciando desigualdades sociales y la concentración económica en pocas manos. Se declara víctima del sistema y se autoproclama pueblo. Polariza y ofrece soluciones mágicas. Promete una revolución antisistema, pero termina construyendo un sistema casi perfecto de corrupción.
¿Te acuerdas cómo llegó el populismo de izquierda entre 2005 y 2006 a Palacio Quemado?
Décadas después, basados en el libro de Linz, los politólogos estadounidenses Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en “Cómo mueren las democracias”, precisaron cuatro señales para reconocer a una persona autoritaria (populista):
1) Rechaza las reglas democráticas, incluso habla de fraude ante el miedo a perder las elecciones.
2) Niega la legitimidad de sus oponentes, tratándolos de delincuentes.
3) Tolera o alienta la violencia de sus partidarios, instigando odio.
4) Busca restringir las libertades civiles de sus opositores, sobre todo de los periodistas, a quienes llama “vendidos” o “pagados” porque no puede responder preguntas incómodas.
Hay un candidato a la vicepresidencia que encaja en estos cuatro puntos. Tú lo sabes. No sé si nuestros amigos y conocidos lo perciben.
La ideología delgada
El profesor holandés Cas Mudde y el politólogo chileno Cristóbal Rovira definen el populismo, en “Populismo, una breve introducción”, como una “ideología delgada que divide a la sociedad en dos campos homogéneos y antagónicos: el pueblo puro frente a la élite corrupta, y que sostiene que la política debe expresar la voluntad general del pueblo”. El populista profundiza esa división y aprovecha electoralmente la demanda del “pueblo” que exige soluciones rápidas a la desigualdad, la corrupción y la crisis económica.
En ese contexto, las personas que demandan populismo exigen usar el Estado para dos fines: 1) castigar a los “enemigos” del pueblo por ser causantes de todas las desgracias, y 2) favorecerse con alguna forma de intervención estatal en su favor. El populista escucha el “clamor” de la masa y lanza su política de superofertas mágicas.
Hace casi dos décadas, los populistas de izquierda llegaron al poder vendiendo esas promesas grandilocuentes. Hoy, ¿cómo estás tú?, ¿cómo está el país? En quiebra. ¿Por qué deberíamos creer que esta vez será distinto? Hasta ahora no hay registro de un populista —de derecha o izquierda— que haya dejado de serlo para convertirse en un verdadero demócrata.
Una lección pendiente
El populista promete soluciones económicas sin entender cómo funciona realmente la economía. ¿Puede ser controlado en el cargo público? La experiencia demuestra que no. ¿Alguien pudo frenar a Evo Morales? Nadie. Destruyó casi todo, incluso su propio partido.
El riesgo es evidente: si no aprendemos de lo vivido, Bolivia pasará de un populismo a otro, perpetuando un ciclo de engaños y frustraciones.
No te estoy pidiendo votar por el otro bando. Me dijiste varias veces que no llena tus expectativas. Ya sé. De hecho, yo tampoco votaré. Sólo te escribo para reflexionar y no ser corresponsables de lo que viene.
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