Por: Francesco Zaratti, físico y analista
El título de esta columna retoma el valioso aporte de Jorge Patiño (P7, 31/5/23), una reflexión clarificadora de aspectos que, en el contexto de los repugnantes sucesos recién conocidos, han sido tratados con ignorancia, hipocresía y mala leche como, por ejemplo, la confusión, entre pederastia, pedofilia, faltas al celibato, homosexualidad, violación y acoso, de parte de gente que reclama de la Iglesia virtudes que suele negarle usualmente.
En efecto, si la Iglesia es, como ellos sostienen, una organización criminal, mafiosa y diabólica, ¿es coherente escandalizarse por los delitos de algunos de sus miembros? A esos grupos, incluso de signos políticos opuestos, más que resquebrar la fe de los cristianos en la Iglesia, les interesa acallar la voz del Evangelio que suele levantarse en defensa de los derechos y la dignidad de la persona humana.
Ahora bien, mi reflexión se diferencia de la de Patiño por surgir “desde adentro”. ¿Qué significa? Me identifico con la Iglesia Católica desde mi infancia, he sido fortalecido en la fe por ejemplares salesianos y jesuitas y he vivido lo suficiente para convencerme de que esa fe, que no es ajena a la duda, nunca vacilará por el comportamiento moral de algunos religiosos, ni siquiera de un obispo.
He vivido mi niñez y adolescencia en internados, durante siete años, y guardo el recuerdo de los abusos que vi y conocí, en los institutos laicos y públicos mucho más que en los regidos por religiosas y religiosos. Aun así, sigo identificándome con una Iglesia de mártires y no con una en que se martiriza y humilla a niños, jóvenes y mujeres, de diferentes maneras, no sólo sexualmente.
La historia de la Iglesia, a lo largo de dos mil años, es una historia de crisis, de escándalos y de crímenes de altos cargos, pero, al mismo tiempo, de oportunidades de conversión y renovación, gracias al carisma de hombres y mujeres que no surgieron de la nada: Francisco de Asís, Catalina de Siena, Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, solo para mencionar algunos del pasado. Desde los abusos y crímenes de los reyes de Israel y de Jerusalén hasta nuestros días, Dios hace surgir profetas, verdaderos actores políticos y reformadores religiosos, que producen cambios impensados.
Se afirma, impropiamente, que la crisis de las vocaciones sacerdotales reside en el celibato o que es consecuencia de los escándalos, cuando, en realidad, es más una crisis de representación, de mediación entre el hombre y su Dios, que es patrimonio de cada bautizado y no exclusivamente de consagrados.
De hecho, veo, detrás de esta “mala hora”, la oportunidad de abrir el servicio pastoral y misionero a todos los bautizados, retomando el significado etimológico de “presbíteros”, ancianos de confianza de la comunidad nombrados por el obispo para presidir el culto. En ese caso, el presbítero, incluso por su edad, es una persona al servicio total de la comunidad, más que un empresario, un director, un factótum.
Otra transformación anhelada tiene que ver con la incorporación cuantitativa y cualitativa de las mujeres en las obras de la Iglesia que más requieren del carisma y de la “vigilancia” femenina para asegurar ambientes sanos y trasparentes. Justamente la falta y la laxitud de la vigilancia explican la impunidad en vida de semejantes delitos y su encubrimiento. Cabalmente, “obispo” -en griego “epískopos”- significa “vigilante”, el que cuida y acompaña la fe y la ética de los presbíteros y los fieles.
En fin, si un arzobispo puede admitir, tal vez inconscientemente, que “la Iglesia” ha cometido crímenes, yo también haré mía, provocativamente, la frase de un amigo misionero: “la Iglesia a veces se comporta como una prostituta, pero no deja de ser mi madre”.
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